sábado, 28 de mayo de 2016

Llueve

Llueve, las ventanas amplifican el golpe de la lluvia, el sol todavía no asomado por el
horizonte, un perro aúlla en la lejanía.Imaginando el lobo que fue, busca desesperadamente su manada, perdido en el abandono del mes de agosto, recuerda el olor del mar, los bocadillos de tortilla en las bolsa plástico, cofres fáciles de abrir en las playas repletas de grandes tesoros olorosos, el perro sigue aullando recordando a las ovejas acechadas.

Lanzo las sabanas al suelo y me arrastro buscando las zapatillas, el frío recorre mi cuerpo y dibuja en mi mente un invierno de huesos pelados, la baldosa está húmeda, como si rezumara un antiguo manantial, algo que me abre un gran sonrisa ya que mis vecinos de abajo estarían ahogados y no tendría que volver a cruzarme sus caras hambrientas de historias morbosas.

Bendito ibuprofeno y bendito sea Stewart Adams, sufridor de resacas, dame la vida hoy.
Rezo con devota religiosidad. Todas las mañanas del lunes.

La calle de este solitario pueblo están desiertas, escucho los ecos de los pasos que como yo se dirigen a la parada del autobús, donde se encuentra aún la reliquia de una cabina telefónica que abrió las posibilidad de la comunicación al aislamiento. Una veintena de personas están esperando la llegada bajo sus paraguas, resisten las cometidas del viento que amenaza con dejarnos, otra vez, sin electricidad. Todos esperamos cansados ya del viaje que realizamos, todos los días, para llegar a nuestros respectivos trabajos distanciados a media hora de camino sobre ruedas. Saben quien llego el primero y mantienen un orden ejemplar al subir, como un ejercito bien educado y bien resignado a su condena, a seguir siendo carne de cañón.

No encuentro sitio, este auto bus ya ha pasado por una decena de pueblos aislados y
madrugadores por obligación, tengo que permanecer de pie todo el viaje, hasta que llegamos a la ciudad. Tengo que coger otro autobús que me llevara al infierno suave de la oficina, a la burla del bosque de hormigón, a las miles de ventanas clausuradas, al parque empresarial, donde pasa mi vida entre teclados y pantallas que un día me dejaran ciega.

Ya calienta el sol y me queda aún la mitad de la jornada. Me dirijo a la sala habilitada como comedor, frio iglú con asientos tiesos, capsula de descanso ausente de calor. Ya han llegado algunas de mi compañeras hablando de la peluquera majisima de la esquina, de lo cansadas que están de los niños, de esas condenadas vidas.
-
¿Qué aproveche chicas?- digo.

Otra rutina más.

Me asombra lo que somos capaces de tragar, en realidad nuestro instinto suicida sabe que nos envenenamos adrede.

Me concentro en mi sanwich vegetal, engullo rápido, veinte minutos dan para poco, no se donde posar la mirada, los azulejos me congelan por dentro, mis compañeras mueven sus bocas en un ritmo marcado, lanzando palabras por miedo al silencio, por miedo a que el frío rompa sus cuerdas bocales y no puedan desahogarse en sus relatos de las vidas comunes, ofreciendo calor en cada letra que se dibuja en el aire de la sala, cada palabra de apoyo, decomprensión.

 En realidad ninguna nos merecemos este encierro supuestamente voluntario,
está cárcel de la que ignoramos su utilidad, esta sensación de estar desaprovechando nuestros días.

Una oscuridad me acoge, últimamente resurge en mi un gran desprecio a todo lo que merodea. Intento disfrutar de los leves descansos, intento rehacer la comunicación, pero mi boca se mantiene cerrada, mi calavera pronuncia los gestos amargos y antipáticos. No deseo saber más de las absurdas vidas. Necesito un cambio, tanta apatía va ha terminar con mi salud.

Tantas horas perdidas, tantos viajes fríos, evitando el roce, el contacto con los demás
pasajeros camino del infierno.Mientras pelo la naranja hojeo el periódico, paso las paginas deteniéndome solo en palabras que llaman mi atención, no leo el fondo, solo engullo palabras que suenan en mi cabeza, agradables, descubiertas. En la sección de anuncios me detengo a leer las casillas de los alquileres, uno de ellos llama mi atención, es bastante barato y céntrico, no tendría que recorrer la hora de camino hasta el trabajo.

 Me llena de alegría, justamente lo que necesito,independencia, invisibilidad, vivir en una ciudad, lejos del pueblo, de los comentarios, de las borracheras repetidas con amigas de la infancia, últimamente terriblemente aburridas, cerca
de la costa.

Apunto el numero.

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